Primeras Obras (1963-1965)
Pilar Lara pinta sus primeras obras entre el verano de 1963, antes de comenzar su último año de carrera en la Escuela de Bellas Artes, y su traslado a París tras contraer matrimonio en septiembre de 1965, aunque el mayor número de ellas lo produce durante el verano de 1964, tras finalizar sus estudios y con vistas a la preparación de su primera exposición en septiembre de ese año, en Úbeda. Son obras cuyo fin era poner a prueba lo aprendido en la escuela, “soltar la mano” y ensayar la capacidad para organizar series sobre un tema y en torno a un estilo coherente. Es pintura de caballete que alterna el trabajo en la intimidad de la casa con el “plenairismo”, siempre “del natural”, sobre dos de los puntales de la formación clásica: el retrato y el paisaje, casi todos realizados al óleo sobre lienzo o papel, si exceptuamos algunos retratos más íntimos hechos con pasteles, tinta o lápiz sobre papel, todos ya del año 1965.
Que se trata de una fase de experimentación lo prueba el hecho de que, para los retratos, elija siempre modelos de su entorno familiar y que, para los paisajes, escoja las calles y los alrededores de Úbeda, un territorio amable y bien conocido gracias a los veranos pasados en la tierra de la familia paterna. La técnica es de corte impresionista, a base de grandes pinceladas, y con frecuencia traslada la textura original de paredes, campos, pavimentos, rostros y tejidos a la superficie del cuadro. Y sin embargo, dentro de un estilo común, se aprecia la influencia de dos modelos diferentes en retratos y paisajes.
Los retratos tienden al claroscuro, al contraste de luces, a cierta gravedad heredera del naturalismo barroco, especialmente los tres grandes lienzos dedicados a su madre, a su abuela y a su marido y su primer autorretrato -si bien también hay algún ensayo próximo al postimpresionismo como el retrato de la tía Catalina-. Los últimos retratos evolucionarán sin embargo hacia un mayor contraste de color, gracias al empleo del pastel, como sucede en el de su hermana Charo y en su segundo autorretrato.
Los paisajes, por su parte, parecen deudores de un cierto impresionismo “castellano”, luminoso pero sobrio, preocupado por los volúmenes conseguidos a base de planos de luces y sombras, sin concesiones al detalle o la ternura, y, por contraste, sin “paisaje humano”. Hay obras más reposadas y otras más movidas, pero en general esta serie es mucho más unitaria, reflejo de un trabajo rápido y sistemático acometido en pocas semanas de estancia en Úbeda. Sólo en las composiciones con árboles (sobre todo olivos) aparecen de nuevo ciertos guiños al modo de trasladar las vibraciones de los colores del postimpresionismo.
En la exposición celebrada en la ciudad de los cerros, dio a conocer la totalidad de esos paisajes (dieciséis) junto a cuatro de los retratos. Sólo tenemos documentación de ocho de aquellos y de tres de éstos estos y ni siquiera conocemos el paradero de todos ellos. Seguramente algunas obras se adquirieron en Úbeda. La exposición sólo tuvo repercusión a nivel local. Probablemente Pilar no aspiraba a más en ese momento, a la espera de ir madurando su técnica y su capacidad en años sucesivos.
Juan Pasquau, el cronista local, escribió por entonces: “¡Qué dificilísima conjunción de espontaneidad y de seguridad la de sus lienzos! La luz de nuestro pueblo se reconoce enseguida en los cuadros de Pilar Lara”.