Pesadillas y Apocalipsis (1984-1987): Óleos y Acrílicos
Durante estos cuatro años, Pilar Lara realiza más de sesenta obras, de las que aquí presentamos cuarenta y ocho. Son óleos y acrílicos en su mayoría sobre lienzo, aunque en ocasiones cambia ese soporte por la tabla, el papel o, como en las primeras obras entre 1984 y 1985, las telas estampadas, a veces como única base, a veces encoladas sobre el lienzo. También pinta numerosos bocetos y ensayos sobre papel.
En esas primeras obras, todavía aparecen los encuentros amorosos que ya habían protagonizado las acuarelas y los grabados. Pero en seguida son sustituidos por otros en los que se adivina que una figura femenina se abandona, inerte, en los brazos de seres míticos, mitad hombre, mitad bestia -como en el significativo “Fantasma de la noche”-, cuando no se trata directamente de un ser mostruoso. O que es transportada por seres alados en un “Vuelo cósmico”. La explicación a esta mutación la encontramos en “Lovecraft”, obra en la que una mujer rodeada por machos cabríos rinde homenaje al maestro de la literatura de terror y a su obra, caracterizada por las pulsiones violentas y elementales, las pesadillas que muestran el reverso de nuestro mundo ordenado, las leyendas en torno al lado oscuro del ser humano, nuestra condición animal, el descontrol del subconsciente y, sobre todo, el pecado personificado en lo monstruoso y lo demoníaco. El pecado, el original, el inherente al ser humano, en esa su doble condición de hombre y bestia, de ángel y demonio, también estará presente en las dos obras dedicadas a Adán y Eva.
A finales de 1985, aparecerán en la obra de Pilar Lara los temas que ella denominaba “cósmicos”. Ya no esos vuelos de pesadilla que acabamos de ver, sino composiciones alegóricas protagonizadas por figuras imprecisas que se enfrentan a la inmensidad del universo y de sus fuerzas desatadas -ante las que el ser humano, en su pequeñez, poco puede hacer- o a las fuerzas convocadas por el propio ser humano, movido por su codicia, su soberbia y su inconsciencia -y ante las que tampoco nada puede hacer, víctima propiciatoria de su propia condena-. Significativamente, esta serie comienza con “Apocalipsis”, un hongo atómico, y culmina, de nuevo recurriendo a temas bíblicos, con los “Jinetes del Apocalipsis”, composición en la que la tendencia a cierta abstracción expresionista alcanza su apogeo y en la que son los caballos, las bestias, los que ocupan casi todo el encuadre, desapareciendo, insignificantes, los jinetes. En algunas de estas obras, el momento apocalíptico podría interpretarse también como una “génesis”, como si la destrucción fuera necesaria como una forma de regeneración, de catarsis, y a la vez estuviera presente la idea de que el universo, al fin y al cabo, surgió de una gran explosión, de un “big bang” -tema sobre el que luego volverá en la última fase de esta etapa-.
Estos temas conviven, durante el año 1986, con otros que tienden a prolongar la reflexión sobre las pesadillas y el reverso del inconsciente: brujas en éxtasis, seres desamparados que salen de caza a la luz de la luna y bestias alegóricas. La interpretación freudiana de los sueños también aparece en la relectura de algunos cuentos clásicos, en la certidumbre de que, tras su edulcorada versión infantil, se esconde una terrible disección del alma humana: por ejemplo, en la Bella Durmiente o Blancanieves. El desamparo del ser humano, su soledad en la inmensidad del universo, su angustia existencial se muestran en obras en las que aparecen figuras bajo el sol, en medio de una gran extensión de agua o suicidándose.
¿Existe salvación para ese ser humano condenado de antemano? ¿Existe redención? ¿Existe un futuro para un mundo abocado a la autodestrucción? ¿Es la serie de crucificados, de nuevo un tema religioso, un intento de reflexión sobre el particular a partir de la formación cristiana de la artista? Desde luego que no son figuras serenas, liberadas a través del sacrificio. Parecen arrojar algunas dudas sobre la interpretación canónica de la muerte de Cristo: contemplándolas, prevalece la sensación de que se trata de una muerte violenta absurda, sin aura divina, la destrucción de una vida a manos de los hombres, el martirio gratuito de un ser humano. ¿Hay en ellas una crítica velada al hecho de que la Iglesia se haya valido de esta muerte para construir su mensaje de fe, al hecho de que el momento más trascendental de su doctrina sublime un acto violento, como también a toda la construcción moral en torno a la idea de pecado y, en coherencia, a la idea de su purificación a través del sufrimiento? Podría ser, aunque pueda parecer contradictorio con el mensaje transmitido por algunas de las otras obras. Pero da la impresión de que la contradicción, la lucha dialéctica, es característica de este periodo creativo: Pilar Lara estaba sin duda, a través de sus creaciones, revisando sus propias creencias, llevándolas a su plasmación más paradójica. Hay en estas obras una reflexión metafísica y existencialista, a medio camino de la Gaya Ciencia de Nietsche, pasada por el tamiz lovecraftiano, y la teoría de Gaia: el ser humano en conflicto con la creación y con su propia razón de ser y, a la vez, en su soberbia, enfrentado a la posibilidad de que las fuerzas del universo aniquilen su incómoda existencia.
Con estos referentes, las obras de este periodo no pueden sino tener un carácter simbolista, siguiendo el camino apuntado en la fase anterior (“Sueños”), pero sólo a nivel conceptual, ya que el lenguaje cambia por completo. Ahora es totalmente expresionista, visceral, a base de pinceladas violentas y colores radicales, antinaturales o, más bien, sobrenaturales. Predominan las escenas nocturnas, los contraluces, las siluetas recortadas sobre una fuente de luz que puede ser la luna, un fuego, una explosión, un reflejo… Al margen de las composiciones cósmicas, abundan las escenas al aire libre, situadas en paisajes fantasmales, aunque el contexto apenas se intuye, queda reducido a unas pocas referencias. El sistema de proporciones responde a un orden interno, surrealista. Como en una pesadilla o en una alucinación, las imágenes aparecen deformadas por la imaginación, y la deformación añade tensión y paroxismo. No cabe duda de que este catálogo de imágenes conforma un mundo propio, muy personal, coherente y reconocible. Vistas en su conjunto, se aprecia que, pese a la espontaneidad de su ejecución, en realidad son la plasmación de un programa meticuloso que constituye un verdadero sistema iconográfico.
Pilar sigue enviando sus obras durante estos años a numerosos certámenes y concursos por todo el territorio nacional, cosechando dos menciones de honor de nuevo en el Certamen Nacional de Pintura de Luarca (1985 y 1987). Será siempre Asturias uno de los “rincones” en los que más apreciada es su obra, pues años más tarde también obtendrá cierto éxito en las bienales de pintura de Sama de Langreo. Como consecuencia de ello, es en las colecciones públicas asturianas donde mejor está representada la producción de la artista. La “puesta de largo” de las obras de esta fase, de todas formas, tuvo lugar en la segunda exposición individual de Pilar Lara (tercera si contamos la de Úbeda). En la Fundación Gregorio Sánchez, en abril de 1987, Pilar dio a conocer veintidós de estos lienzos, los más maduros, presididos por el cuarteto de los “Jinetes del Apocalipsis”, serie que ella misma consideraba a un tiempo la coronación y el canto del cisne de este periodo de su trayectoria.
Efectivamente, unos meses más tarde, Pilar se sometía, con éxito, a una delicada operación de corazón. Eso no sólo supuso un paréntesis de varios meses, antes y sobre todo después, en su producción. Además algo cambió en su manera de entender el arte, como consecuencia del periodo de reflexión al que inevitablemente se vio abocada pero sin duda también como resultado de la prueba física y anímica a la que se había enfrentado. Volvió con renovadas fuerzas al trabajo, pero sus necesidades expresivas ya fueron otras, menos enérgicas, menos viscerales, más pausadas y más reflexivas.