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Serie de la mujer anónima

Esta serie se caracteriza, como también la titulada “El universo es cuadrado”, por estar enteramente basada en la realización de un gran número de variaciones formales e iconográficas a partir de la misma imagen, en este caso una que la artista ya había utilizado en “Herida”, de la serie anterior (“Pajaritas”). Esto es algo novedoso en la trayectoria de Pilar Lara y sin duda tiene que ver con el paso dado en este momento hacia la digitalización de las imágenes que utiliza. Ya no le interesa emplear la fotografía original en el formato, el tamaño y el material en que fue impresa, sino la imagen que contiene. No le interesan la materialidad ni los valores asociados al soporte, con su dosis extra de tiempo acumulado. No le interesa la arqueología del documento. Probablemente porque, al obtener una copia o varias, eso no sólo le permite hacer series y variaciones, cambiar el formato y el tamaño y manipular físicamente la imagen más allá de las limitaciones del material original, sino también liberarla de ese contexto, de esa sujeción física al pasado, para traerla al presente, al nuevo contexto de la obra artística, subrayando los rasgos encerrados en la imagen que aún están vigentes, quizás a través de la herencia cultural. Ya no son fotos antiguas sacadas del desván a modo de recordatorio de dónde venimos, sino reflejos del pasado que siguen vivos en el presente.

En este caso, se trata de la fotografía de estudio de una mujer joven, cerca de la treintena, quizás fechada en los años 40 si nos fiamos del peinado y el modo de vestir, si bien parece elegida precisamente por estar marcada por cierta intemporalidad. No es tan antigua como las de otras series y, sobre todo, no “parece” tan antigua. Incluso el vestido sólo tiene un cierto aire de época: es tan sencillo que no incluye rasgos muy señalados. La joven lleva una pulsera y un colgante discretos, que se ocultan bajo la ropa, sin afectación. Sin duda no está vestida “para la ocasión”, con la pompa de otros retratos más formales. Aparece relajada, sentada de forma poco convencional, con una actitud distendida, aunque seria. No responde a ningún estereotipo “heredado”. En todo caso, a uno nuevo en su momento: el de una mujer urbana, probablemente trabajadora. El fondo utilizado por el fotógrafo es bastante abstracto. Se distinguen, además del banco, una columna y lo que parece una ventana cubierta por una persiana, pero en esencia se trata de un conjunto de líneas horizontales y verticales. Por último, es una imagen de tonos claros; no hay nada lúgubre en ella. La joven aparece envuelta en un aura de inocencia casi virginal.

Se trata de un personaje femenino, sí, y por tanto hay que atribuirle una gran carga de significados en el universo de la artista. Es un personaje anónimo, y por tanto hay que suponer que Pilar Lara lo eligió por su capacidad para encarnar al conjunto de las mujeres. Es una fotografía antigua, aunque no mucho, y por tanto no está al margen de la permanente reflexión de Pilar sobre la condición femenina heredada. Pero su abstracción temporal y formal parece amortiguar parte de esa carga de connotaciones o al menos no subrayarla. A eso se suma que también la transformación a la que la somete la artista en las diferentes versiones de la serie parece tender al empleo de códigos menos evidentes, como si estuviera más interesada en esta ocasión por las posibilidades formales que por los significados, o al menos por ser menos explícita, no se sabe si influida por la abstracción de la foto o, viceversa, si porque la intención era previa y la foto fue elegida por ese motivo.

La serie está formada por trece obras, aunque son dieciséis si contamos las cuatro de que se compone “Monólogos”. A su vez, otras seis forman una serie dentro de la serie: “Círculos sobre tu imagen”. Como ya se ha dicho, no es fácil interpretarlas. Quizás las más evidentes sean “Coraza” y “Directo al corazón”, empezando porque su título es bastante expresivo. Si bien eso no quita para que encierren otros posibles significados, especialmente la primera. En “Coraza”, la imagen de la joven reviste una caja de pañuelos de papel. Los pañuelos son rojos y sobresalen a través del agujero central a la altura del pecho de la mujer. No son necesarias muchas explicaciones. Un recurso parecido lo empleará más tarde en “El héroe”, de la serie que hemos llamado “Soldados”. En “Directo al corazón”, la fotografía forma un tablero en el que están tallados los surcos de uno de esos juegos en forma de laberinto en que uno debe conducir con habilidad una bolita de plomo hasta el agujero central, de nuevo, en este caso, situado en el pecho de la retratada. También sobran las explicaciones. Una vez más, Pilar se vale de un juego para hablar de la vida, aquí, como casi siempre, de la vida emocional de las mujeres como ella. Sin embargo, el empleo de pañuelos de usar y tirar e incluso la evocación del uso que se les suele dar a estos “kleenex” plantea otras líneas argumentales que van más allá de la primera y más superficial lectura de la obra. Y lo mismo se puede decir del juego. ¿Imitación o trivialización de la vida? Pero ¿no es la vida en sí un juego, trágico o cómico, según como queramos vernos en ella? ¿No “juega” el arte con ella? ¿Con su reflejo o con su esencia?

Quizás esa sea una de las principales virtudes de esta serie -y de toda la obra conceptual de Pilar Lara-, virtud que no todos los críticos han sabido apreciar, quizás como consecuencia de una apresurada visita a las exposiciones en la que no han podido profundizar en la riqueza de significados de las obras, demasiado condicionados por la fuerte e inequívoca personalidad de su significante. Quizás ese mismo haya sido, por el mismo motivo, uno de los principales defectos de la obra conceptual de Pilar -y así se lo han indicado también algunos críticos-: empujada por su necesidad de comunicación, casi obsesionada por “llegar”, por establecer una inmediata inteligencia con el espectador, tal vez le haya faltado un poco más de “calculada” ambigüedad en la concepción, construcción y plasmación del principal mecanismo léxico, del más evidente, de sus obras, a lo que ha contribuido también su preocupación por titularlas, por etiquetarlas, de un modo que ayudara a dirigir la mirada de quien se posicionaba -pues eso es lo que ella en realidad quería- ante sus creaciones. Como también ha señalado alguna pluma autorizada, las obras de Pilar no se agotan tras ese primer análisis. Al revés, cobran su verdadera dimensión, adquieren su verdadera polifonía de significados, un paso más allá, tras un buen rato observándolas, diseccionándolas e interiorizándolas. Y el resto de las obras de esta serie representan un buen ejercicio en ese sentido, especialmente gracias a que en ellas Pilar renuncia por una vez a esa “escritura” de primer impacto.

Las cuatro piezas que forman “Monólogos” pueden agruparse dos a dos. Por un lado, están las dos que se resuelven mediante la superposición de copias de la misma fotografía: en la primera, las copias -así como la imagen que encierran- van disminuyendo de tamaño hacia el centro, en una suerte de trampantojo que parece transmitir la idea de que la joven va disminuyendo -¿anulándose?- hasta desaparecer; en la otra, diferentes porciones circulares concéntricas obtenidas a partir del centro de la imagen se superponen sujetas por un clavo, si bien la artista las ha girado de forma aleatoria de modo que ninguna coincida con la imagen de base, como si se tratase de un caos organizado -¿angustia?- en torno a las “tripas” de la protagonista. Por otro lado, están las dos en que unos motivos -corazones y mariposas- se recortan en la lámina fotográfica, si bien en la primera a través de los recortes se ve otra copia de la imagen pero en la segunda sólo se ve un fondo negro. Esta segunda pareja, por contraste con la primera, parece hacer referencia en cambio a estados optimistas del (cuerpo y el) alma. Eso es lo que parece dar sentido y unidad a este grupo, más allá de las similitudes y las diferencias formales: se trata de un análisis artístico de distintos estados anímicos o sicológicos de la mujer. Pilar Lara se adentra en los rincones más íntimos y abstractos del alma humana.

Y por ese camino sigue el resto de la serie. En “Sin título”, la fotografía de la joven reviste -a dos tamaños- sendas piezas geométricas cuadrangulares que a su vez han sido seccionada en formas triangulares y cilíndricas. Es un artificio, claro está. Después de preparar los diferentes cubos, la artista los ha encerrado en una vitrina con unas molduras anacrónicas y aparatosas -un guiño a su obra anterior- cuyas paredes están formadas por espejos que multiplican sin fin las imágenes atrapadas entre ellos: imágenes estructuradas en un orden geométrico que sin embargo se muestran parcialmente desestructuradas, imágenes que quedan encerradas en un espacio limitado que sin embargo transmite la sensación de ser ilimitado, sólo la sensación…

Los espejos vuelven a aparecer en “Reflejos”, una composición simétrica en la que la fotografía de la izquierda se refleja en la de la derecha, pero también en las láminas de espejo intercaladas de forma regular dentro de ella. Las láminas intercaladas dentro de la imagen de la derecha, en cambio, nos la devuelven “corregida”. Pilar tiene mucho cuidado para que, en ambos casos, la parte principal del rostro coincida con una de las láminas. Posiblemente sea en esos dos puntos donde se concentre toda la fuerza semántica de la obra. En “Entretejido”, se repite este mismo juego de imágenes contrapuestas, pero ahora una foto aparece trenzada con la otra, en una labor de una meticulosidad casi exasperante. Aquí Pilar Lara empieza a utilizar recursos del mundo de los tejidos y la costura que luego serán habituales en otras series. Hay una intención evidente, en una obra que habla de la condición femenina realizada por una mujer, de reivindicar -o poner en evidencia- unas tareas que, al menos en nuestra cultura, han estado tradicionalmente vinculadas al universo femenino y al hogar, a esas mujeres calladas y laboriosas que los defensores de pasadas ideologías no se cansaron de ensalzar. Pero tampoco hay que desestimar que se trate de unos recursos elegidos por su significado intrínseco: unas vidas “tejidas” entre sí, unos fragmentos del alma “cosidos” por finos hilos, unas heridas que “pinchan” como alfileres…

En “Apocalipsis” y en las diferentes versiones de “Círculos sobre tu imagen”, la artista parece partir del hallazgo formal realizado en una de las obras de la serie “monólogos”: la que presenta los círculos concéntricos. “Apocalipsis” es quizás la obra más redonda -nunca mejor dicho-, la más acaba de todo este conjunto. Es de una gran belleza, tal vez por ser la más abstracta de todas. Y encierra una gran dificultad técnica, incluida también la preparación del marco circular. La imagen está descompuesta en un mosaico de innumerables fragmentos circulares, los cuales, solapados, forman a su vez un único círculo. A decir verdad, se trata de al menos seis copias de la fotografía, si nos atenemos al número de veces que aparece la boca. Los pequeños círculos están mezclados de forma aleatoria. El título de la obra, por una vez, resulta desconcertante, si bien quizás se refiera al caos ¿interior? que parece estar sugiriendo la composición, siempre dentro de las coordenadas sicológicas en las que parece moverse toda la serie. Cabría pensar, por tanto, que las variantes de “Círculos sobre tu imagen” abundan en esa misma línea argumental, si consideramos los círculos como un lexema de significado estable en este contexto. Al menos las cuatro primeras. La quinta y la sexta parecen dominadas por un cierto sentido del orden, como si el proceso de descomposición personal diera lugar a una nueva ordenación de las sensaciones. En cualquier caso, la abstracción en este subgrupo de seis obras es tal que quizás lo mejor sea considerarlo una secuencia de carácter formal más allá de cualquier interpretación.

Estas obras fueron realizadas a lo largo de dos años: desde junio de 1996 a ¿principios? de 1998, momento en que hace la última de ellas, “Directo al corazón”, antes de adentrarse en una nueva serie, “El universo es cuadrado”, que le ocupará otro año de trabajo. No son muchas para tan largo periodo de tiempo. El trabajo de la artista, como hemos visto al analizar la ejecución de algunas de estas obras, se vuelve lento y meticuloso, más si cabe. Se adentra en un terreno nuevo y hace muchas pruebas y ensayos. Tras la aparente sencillez de las obras -unas láminas fotográficas superpuestas o recortadas- se esconde un trabajo minucioso y perfeccionista. Ella sostiene que parte del valor de estas obras está en su “perfecto” acabado. Que una ejecución más descuidada les otorgaría un sentido distinto al que ella les quiere dar. Quizás se refiere a que podría parecer una obra más improvisada, realizada por impulso, y no el fruto de una reflexión serena y pausada. Es como si entendiera que el tipo de ejecución debía de reflejar el tono del pensamiento y la actitud que hay detrás de ella. Además, se esfuerza por fijar los pliegues, los recortes y las capas de modo que no se deformen con el tiempo, evitando así futuras alteraciones del resultado formal. E incluso elabora con rigor artesano los soportes y marcos, en su mayoría cajas de metacrilato cuya misión es precisamente proteger al frágil volumen de las obras de impactos o presiones durante su transporte, almacenamiento o exposición.

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